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COMUNIDAD

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Hasta hoy: Durante siglo y medio ninguna de estas comunidades experimentó sobresaltos mayores. Ni siquiera la guerra de Sucesión turbó demasiado el ritmo de su vida. Solo consta que en 1706 la comunidad de Segorbe acogió durante unos días a las dominicas de Villarreal, que habían sido expulsadas de su monasterio por el conde de Torres.

Las vocaciones cubrían los 21 puestos disponibles y las rentas eran suficientes, al menos durante los primeros decenios, para asegurar su modesto sustento. Luego cambió la situación.

En 1778 el arzobispo de Valencia informaba a Roma que de los seis conventos descalzos de su diócesis, sólo dos, los de Benigánim y Ollería, estaban suficientemente dotados para mantener a sus respectivas religiosas en vida común y el divino culto de sus iglesias con la decencia que corresponde. Los demás se hallaban extremadamente pobres.

Los únicos acontecimientos que rompían la aparente monotonía de su vida en las primeras décadas eran los embates de la naturaleza y las enfermedades, frecuentísimas en aquellos tiempos de epidemias, de alimentación deficiente y de una tensión ascética no siempre bien dirigida. 

Las aguas torrenciales las pusieron en serios peligros y en alguna ocasión llegaron a cuartear los cimientos de algunos monasterios. En 1778 el obispo de Valencia escribía que la iglesia de Ollería, que es reducida y obscura, está próxima a desplomarse y el convento de Denia también necesitaba de algunos reparos.

A lo largo de todo este tiempo el nivel religioso de las comunidades fue siempre muy elevado. Tanto los arzobispos de Valencia como los obispos de Segorbe dan público testimonio de él.

En sus informes a Roma hablan una y otra vez de su vida ejemplar, de la escrupulosa fidelidad a sus constituciones y de la exactitud con que observan la vida común y la disciplina regular.

Su vida de piedad, nutrida con largas meditaciones y con una inusitada frecuencia de la comunión, reservaba una atención especial a la pasión de Jesucristo, tiernísimamente evocada en los libros de sus escritoras más representativas, y a la Virgen María.

En 1690 la comunidad de Benigánim se dio por titular, patrona, madre y priora perpetua a la Purísima Concepción. La de Murcia rezaba a diario el rosario en comunidad. Hacia 1700 Juana de la Encarnación se ofrece como esclava a María y firma el acta con su propia sangre.

El estrecho contacto con los círculos espirituales más inquietos de cada momento les ayudó a mantener siempre alta su tensión espiritual. A principios del siglo XVII participan del fervor teresiano de san Juan de Ribera y sus discípulos; luego sintonizan con los franciscanos descalzos y recoletos del levante y buscan sus directores entre los jesuitas más experimentados.

En ese clima surgieron numerosas almas ardientes, enamoradas de Dios, que consignaron sus experiencias espirituales en autobiografías y valiosos escritos místicos.

Las agustinas descalzas han vivido siempre en íntima simbiosis con el tejido social y eclesial del levante español. De él han recibido la mayoría de sus vocaciones y a él le unían devociones y costumbres locales.

A finales del siglo XVIII funcionaba en el convento de Murcia una capilla de música que abonó 2.000 reales al escultor Roque López por una imagen de santa Cecilia.

En 1805 la congregación de nobles del Santísimo Sacramento estableció en el de Alcoy la Real Congregación del Alumbrado y Vela. Sus relaciones con la jerarquía también han sido siempre intensas y cordiales. La comunidad de Alcoy participó en la fundación de las servitas de Valencia. Los arzobispos de Valencia, a cuya diócesis pertenecían seis de sus nueve conventos, se consideraron siempre como sus padres y protectores naturales.

Uno de ellos envió a un grupito de monjas de Alcoy para reformar a las servitas de la capital. El de Segorbe, que hasta 1671, en que el obispo Vives de Rocamora trajo las carmelitas descalzas a la villa de Caudiel, no tenían otro convento de clausura en la diócesis, se preocuparon siempre de su bienestar espiritual y material.

El de Murcia fue objeto de la predilección de varios obispos. Francisco de Rojas (1663-84) costeó la construcción de parte del convento definitivo. Juan Mateo López (1742-52) le regaló el retablo del altar mayor. Y cuatro obispos quisieron esperar la resurrección de los muertos bajo sus marmóreas losas.