- Juana de la Encarnación (1672-1712) -Murcia-
Sus padres, Don Juan Tomás Montijo y Doña Isabel Mª de Herrera, contrajeron matrimonio en Perú ya muy adelantado el siglo XVII. Ambos, de noble familia y de costumbres muy religiosas, decidieron volver a España para llevar adelante su vida de familia con más sosiego. Su única hija nació en Murcia el 17 de febrero de 1672 y le impusieron el nombre de Juana de la Concepción. La niña fue, desde un principio, la alegría de la casa; de natural dócil, amable, agraciada e inteligente; se hacía querer de cuantos la conocían.
Desde muy pequeña se notó en ella su inclinación a la piedad; en el oratorio familiar tenían un Niño Jesús de Pasión por el que la niña sentía una predilección especial y al que le rezaba con una devoción muy viva. Su inclinación a todo lo que tenía relación con la Pasión del Señor era manifiesta en ella desde la infancia. También destacó muy pronto en la pequeña el deseo de hacer bien a los demás, en especial a los pobres. Sus padres, en ocasiones, la llevaban al hospital para que pudiera repartir los regalitos que ella misma conseguía de sus ahorros. Un día que escuchó a su madre negar la limosna a un pobre, Juana la regañó con razones que parecían muy por encima de su edad, diciéndole que a la vista estaba el propósito, que tantas veces le decían, de que eran para ella las muchas riquezas traídas de las Américas; así que, si sabían que todo lo suyo lo quería para los pobres, ¿por qué se lo negaban?
Siendo aún muy niña, sabemos de un hecho un tanto singular en su vida espiritual. Aconteció en la ciudad murciana de Jumilla, a la que se trasladaron sus padres huyendo de la peste que en esos momentos azotaba Murcia. Allí desapareció Juana buscando un desierto donde dedicarse al Señor. Tras ser localizada, los padres comentaron la travesura con un franciscano de aquella localidad, quien les dijo que atendieran bien a su educación pues sería religiosa y santa, algo que en la familia se recordó siempre como una profecía.
Tenía gran habilidad para las letras, también para las labores; muy pronto aprendió a leer el latín con perfección y todo lo relacionado con el catecismo. Eso hizo que, contra la costumbre de la época, le adelantaran la comunión a los nueve años. La realizó en la capilla de María Santísima de Murcia, momento que vivió con gran intensidad. Ya desde entonces su confesor le permitió comulgar tres veces por semana al darse cuenta del calado espiritual de la niña y observar en ella cómo despertaba una llamada especial a la penitencia, impropia de su edad. Poco después de la primera comunión enfermó gravemente y por primera vez recibió el sacramento de la unción de los enfermos. Fue el preludio de lo que será prácticamente el resto de su vida, pues la enfermedad estará presente muy a menudo y este sacramento lo recibirá con mucha frecuencia.
A la edad de once años se produjo un cambio inesperado en la vida de la pequeña. Estando convaleciente de su dolencia, la madre la sacaba a pasear para entretenerla y favorecer su recuperación. En estas circunstancias, un joven, también de noble familia, le dijo directamente que él iba a pretenderla por esposa porque la amaba. Aquellas palabras suscitaron en ella, aun siendo tan niña, un sentimiento que le despertó a otras realidades hasta ahora desconocidas para ella. Al mismo tiempo empezó a ser alabada por las mujeres y jovencitas con las que trataba. Los paseos y diversiones que antes sólo por indicación de su madre frecuentaba, ahora incluso los procuraba. Se arreglaba, buscaba parecer bien, y con su gracejo para hablar sabía acaparar la atención y admiración allí donde estaba. Aprendió a bailar y lo hacía con gracia. En proporción a estos nuevos gustos, fue creciendo su tedio para las cosas espirituales y fue aflojando en las muchas prácticas de piedad y penitencia que venía realizando. A sí misma trataba de justificar el cambio diciéndose que nada de lo que hacía ofendía a Dios, que lo realizaba con el aplauso de sus padres y sin dejar de frecuentar los sacramentos. Tras unos cuantos meses con este nuevo tenor de vida, la víspera de la solemnidad de la Encarnación del Verbo, estando en cama y apenas empezado el sueño, escuchó que la llamaban. Se despertó pensando que era su madre; sin embargo, lo que descubrió en el silencio de su habitación fue una visión de Jesús con la cruz a cuestas que le decía: Quiero que seas religiosa y me sigas en mi Cruz. Esta gracia obró en ella una inmediata conversión, pues las palabras resultaron eficaces y luminosas, entendiendo el mal camino que seguía. A continuación entró en la habitación de sus padres y les pidió permiso para ingresar en el convento de Corpus Christi de religiosas agustinas descalzas de Murcia, en el que se acogían niñas menores de 15 años y las formaban hasta que pudieran iniciar su noviciado a esa edad. Su madre, en los días siguientes, trató por todos los medios de convencerla para que esperara a cumplir los 15 años.
Con deseo de tocar la fibra más sensible de su hija, intentó moverla a compasión aludiendo a cómo su padre había muerto y ella era la única hija que de él tenía. Por entonces se había vuelto a casar y en esos momentos estaba embarazada, por lo que deseaba tenerla a su lado; le aseguraba que si nacía una niña con gusto la dejaría marchar al momento; que era demasiado joven y débil para poder llevar a cabo las exigencias de la vida conventual… Pero si fuertes fueron las razones de la madre, mayores llegaron a ser las de la hija, que aseguraba que Dios, si la llamaba, cuidaría de ella como padre y como madre, que nadie mejor que Él sabía el momento adecuado y que, si ahora era llamada, de inmediato debía responder. Finalmente Juana aceptó una propuesta de la madre consistente en que fueran varios sacerdotes los que examinaran las intenciones de la hija. Tras un detenido examen llegaron a la conclusión de que la vocación de Juana era realmente una llamada de Dios, por lo que su madre terminó dando su consentimiento.
Desde el primer día en el convento su actuación fue modélica y discreta, amiga del silencio, obediente en todo; fue muy querida y admirada de sus hermanas que apreciaban en mucho su vocación. Aprendió a bordar y logró gran destreza en estas labores. Se dio también buena maña para desahogar, sin faltar a la obediencia ni a la discreción, las ansias de penitencia que siempre había tenido, pero que tras su período de tibieza y la admirable llamada de Jesús con la cruz a cuestas se redoblaron sobremanera. El 5 de marzo de 1687 inició su noviciado con el nombre de Sor Juana de la Encarnación. Siguió el mismo tenor de vida, aún más incentivado por ser el tiempo de su inmediata preparación a la profesión. Sin embargo, pocos meses antes de ésta, enfermó de gravedad, por lo que hubo de retrasar su profesión cinco meses. Pese al miedo de no ser admitida a causa de su estado de salud y los ruegos de su madre para que desistiera de profesar, ella mantuvo su deseo de seguir la llamada de Jesús y sus hermanas de comunidad aceptaron por unanimidad que fuera admitida a consagrarse por entero a Jesucristo como agustina descalza.
El 5 de agosto de 1688, con mucho fervor y alegría, realizó los votos de pobreza, castidad y obediencia. Sin embargo, poco tiempo después de su profesión, empezó a experimentar una especie de melancolía y tedio hacia varias de las obligaciones de su vida religiosa. Dejándose llevar de su estado de ánimo, comenzó a aflojar en el silencio y en la soledad, llegando incluso a permitirse ciertos ocios lícitos a los que antes nunca había cedido. Sus frecuentes actualizaciones de la presencia de Dios se fueron distanciando, reapareciéndole el gusto de ser alabada e incluso permitiéndose emplear su gracejo en el hablar para comentar algunos defectos de sus hermanas, con las que en ocasiones llegó incluso a mostrarse impaciente. Su nuevo estilo le dio cierto alivio en la melancolía, por lo que justificaba cada vez más su manera de proceder. Apareció de nuevo el joven que la pretendió y aunque no hubo palabras entre ellos, sí revivió en ella aquella inicial vanidad y cierto deseo de ser querida. Sus hermanas no dejaron de notar el cambio e incluso preocuparse por él, pero ante ellas y ante su conciencia sabía encontrar justificaciones y razones que dieran por válida su nueva manera de actuar.
Desde hacía pocos años se había instaurado la costumbre de llevar al convento la imagen de Nuestro Padre Jesús Nazareno, para que las religiosas la vistieran y arreglaran. Cuando llevaba unos cuantos meses en esa nueva actitud, Juana se encontró a solas frente a esta sagrada imagen de Cristo con la cruz a cuestas, y de nuevo y con más vehemencia, como cuando recibió su vocación, el Señor le dio tan clara luz de lo que él esperaba de ella, y que ella le negaba, que fue motivo de una conversión mucho más profunda que la inicial. Tres días pasó hecha un llanto, y desde ese momento el cambio de vida fue radical y sin vuelta atrás. Poco después, el día de la Santísima Trinidad, aniversario de su ingreso, un nuevo suceso vino a confirmar el camino emprendido: el joven que la pretendió murió repentinamente. Este hecho hizo nueva mella en su espíritu para ver la caducidad de todos los bienes y proyectos temporales. A partir de este momento, su vida fue una entrega continuada en creciente fidelidad. La oración fue el eje que animó toda su actuación. A medida que avanzaban los años aumentaba el tiempo dedicado a ella. Desde bien pronto adoptó el hábito de iniciar el día en el coro, hora y media antes que la comunidad, para hacer su oración postrada en tierra con los brazos en cruz, meditando la Pasión de Cristo. Las jaculatorias en sus labios eran casi ininterrumpidas; el rosario a la Virgen, el trisagio a la Santísima Trinidad y las oraciones elevadas a los santos de su mayor devoción eran diarias, así como las frecuentes visitas a Jesús en el sagrario y adoraciones al que inhabitaba en su corazón.
A pesar de que la comunión diaria no era costumbre en aquella época, ella alcanzó esta gracia, para lo que se preparaba con sumo cuidado. Junto a la oración continua, fue también casi permanente en ella una penitencia que, como decía su biógrafo y confesor, era más admirable que imitable. Incentivada por la contemplación de la Pasión de su Amado, la practicó desde bien niña; pero después de su “conversión”, habiéndose avivado en ella la conciencia de su condición pecadora, para ella muy manifiesta en estas recaídas en la tibieza, fue muy intransigente y dura consigo misma, disciplinándose a diario, práctica que, en tiempos especiales como la Semana Santa, intensificaba con una duración de dos horas para mejor unirse a la Vida de su vida, Jesucristo flagelado. Cilicios, cadenillas, cruces con púas, fueron compañeros diarios de sus carnes; penitencias en el hablar, mirar, comer y elegir siempre lo más costoso en los oficios que la obediencia le confiaba, fueron su pan de cada día. Cuando se leen las descripciones detalladas de estas penitencias, uno se queda sorprendido por lo extraordinario de éstas; sin embargo, resulta aún más asombroso ver la discreción con que supo hacerlas, siempre bajo la obediencia, pero pidiéndolas de tal forma que ni su misma superiora ni su confesor llegaban a saber de su radicalidad. Sus hermanas de comunidad, aunque admiraban su gran virtud, no sospechaban que llevara una vida tan sufrida y abnegada, dado que ella se cuidaba mucho de no distinguirse ni llamar la atención.
Su sincera humildad la hacía considerarse la última de la comunidad, indigna de la compañía de sus hermanas e incluso la pecadora más grande del mundo, porque reconocía ser muy bendecida de Dios y sentía que no correspondía a tanta gracia. Por ello, cualquier cosa que la hiciera destacar le resultaba un auténtico martirio, como lo fue el mandato de su confesor de escribir una relación de su vida. Muchas lágrimas le costaron aceptar este encargo y sólo por obediencia lo realizó. Junto a la penitencia querida y buscada, padeció fuertes enfermedades, como indicábamos al inicio, que aceptó y abrazó por amor a quien las permitía y de cuya mano ella las recibía.
Su biógrafo no nos facilita datos concretos que nos permitan identificar qué tipo de dolencias sufrió, aunque comenta que estuvo en numerosas ocasiones gravemente enferma, hasta el extremo de considerarla desahuciada, llegándose a perder la cuenta de las ocasiones en que recibió la unción de los enfermos y el viático. A los 20 años “contrajo una enfermedad compuesta de tantos y tan peligrosos accidentes que cada uno, a dicho del médico, bastaba a quitarle la vida”. Tras darle la extremaunción, pidió le trajesen una imagen de san Agustín, al que suplicó la salud, si con ella podía servir mejor a su Señor y, al momento, pudo evacuar y orinar, algo que se había obstruido por completo. Su curación, a partir de entonces, fue rápida. Dos años después volvió a contraer otra enfermedad que la tuvo con mucha calentura durante meses. De nuevo una intervención de otro de los santos agustinos de su devoción, san Nicolás de Tolentino, consiguió la curación repentina; a él le pidió la salud si con ella podía seguir más de cerca a Cristo con su Cruz. Sanó de esta enfermedad aunque su cabello quedó completamente canoso.
Hasta los 25 años no la abandonaron otras enfermedades del cuerpo y otra peor en el espíritu, pues cayó en tremendos escrúpulos “haciendo montes en su imaginación de los granos de arena –en palabras de Zevallos- y realidades de las sombras, imaginando vivamente si ofendía a su Dios cuando más le agradaba y haciendo su Majestad el dormido en la borrasca….” Dos años duró esta tormenta de la que se libró por su obediencia al confesor y la confianza creciente en Dios como Padre. De nuevo la enfermedad se hizo compañera cotidiana a sus 26 y 27 años, esta vez a causa de un tumor en el pecho. Aquí tuvo que pasar por lo que le fue gran humillación: las hermanas enfermeras, al tener que tratar el mal, vieron sus espaldas llenas de cardenales, descubriendo lo que no sospechaban. Estar enferma para ella no era motivo que justificase el dejar sus penitencias y continuaba practicándolas habitualmente.
A sus 28 años el Señor permitió que pasara por un estado de continua tentación que le sugería dejar ese tenor de vida penitente; sin embargo, esta vez salió vencedora al realizar un acto especial de consagración a María, a quien escribió una carta de esclavitud que firmó con su propia sangre. Tras este acto recobró su paz habitual. A los 30 años, una vez más, una grave enfermedad la puso al borde de la muerte. En esta ocasión, tras recibir la extremaunción y el viático, fue el confesor quien le instó, por obediencia, a pedir la salud a Dios, “si había de ser para padecer hasta morir por su amor”. Al día siguiente de esta súplica su salud quedó completamente restablecida y como el mismo confesor declaraba, los siguientes 13 años que duró su vida “se le aumentaron sumamente en todo género sus aflicciones, trabajos y cruces, verdaderamente grandes”.
El demonio, que en años anteriores se le manifestó visiblemente tratando de impedir sus penitencias, a partir de este momento, y durante cinco largos años, volvió con sus manifestaciones, esta vez provocando a la lujuria. Se le aparecía en forma de hombres y mujeres lascivos en actitudes deshonestas, imágenes que se le representaban incluso al mirar las imágenes de Jesús y de María, al ir a comulgar y en cualquier acto de piedad. Esta prueba le supuso un auténtico purgatorio. El día de las once mil vírgenes, el Señor hizo cesar por completo esta tempestad con una gracia de consolación espiritual muy grande.
Una vez recobrada la salud, a los 30 años, se le encargó el oficio de enfermera, ejerciéndolo con proverbial diligencia. Los esfuerzos que hubo de hacer por su natural delicado fueron muchos, y el pensar que cada atención hecha a las enfermas se lo hacía a la Santísima Virgen le hizo extremar su delicadeza con ellas, siendo de todas muy apreciada. También sus dotes espirituales brillaron en este oficio donde Dios le daba a conocer las enfermas que estaban próximas a morir, lo que ella aprovechaba para ayudarles a prepararse lo mejor posible. En ocasiones, a pesar de la gravedad, ella conocía si no era de muerte la dolencia. Tenía también el conocimiento del estado de sus almas una vez muertas, por lo cual nunca dejó de orar y de invitar a las demás a hacer lo mismo.
Finalizados los primeros tres años como enfermera, se le confió el oficio de sacristana. Durante este período en que estuvo más en contacto con todo lo relacionado con el culto, se le reavivó aún más su sentido de lo sagrado. Estando en las tareas propias del oficio, fue sorprendida por una de sus hermanas de comunidad en éxtasis, elevada más de un metro de tierra, con las manos ocupadas con objetos de la sacristía, lo que daba idea de lo inesperado del rapto. Al saberse descubierta, rogó a la religiosa, llorando, que le prometiese guardar un silencio total sobre lo que había visto, y no sólo en vida, sino también después de su muerte. Fue tan viva la súplica, que esta hermana, dándose cuenta de la inquietud que le producía la inseguridad de su silencio, le prometió no decir nunca nada de lo visto. Sólo al confesor, ante sus ruegos insistentes, y tras la muerte de la madre Juana, se lo confió.
El siguiente oficio que se le encargó fue el de tornera. Aquí brilló su don de conocimiento de espíritus y fueron numerosos los que dieron testimonio de haberse convertido y cambiar de vida como consecuencia de los diálogos que tuvieron con ella en el torno del convento. Valga como botón de muestra el caso de un caballero que se acercó al torno. Al hablar sor Juana con él, con su gracejo natural y alegremente discreto, le dijo, sin más, que procurase ponerse en gracia de Dios, a lo que inmediatamente le respondió él: Hoy, no menos, me he confesado. Sor Juana le replicó: Ay, Señor, si la confesión es mala peor queda el alma, por el horrendo sacrilegio cometido. Estas palabras le impactaron muy profundamente, pues desde hacía mucho tiempo tenía un pecado oculto que no se atrevía a manifestar al confesor. Al momento se encaminó a realizar la buena confesión que la tornera le indicaba. Liberado de la pesada carga volvió al convento para agradecerle a sor Juana tal consejo, pero, con su humildad y discreción características, se hizo la desentendida, asegurando que si él lo comprendió así no se debió a sus palabras sino a la voz de su conciencia que las interpretó de ese modo.
Al trienio siguiente, en 1711, a sus 39 años, fue elegida priora. Presidió la elección el obispo Monseñor Luis Belluga y Moncada, obispo de Cartagena, poco después nombrado cardenal. Este la tenía en gran estima y no aceptó las muchas razones que ella presentó para poder eludir el oficio. La cercanía de Dios y sus muchas gracias místicas habían despertado en ella una conciencia muy viva de su indignidad, de su pecado y pobreza. Pese al deseo manifiesto de toda la comunidad que la eligió y de la confirmación de su obispo, ella, convencida de su incapacidad y de la inconveniencia de su persona para este oficio, pidió y consiguió de Roma la dispensa del oficio. Estaba convencida de que en una comunidad tan observante como la suya había hermanas mucho más capacitadas, por lo que su cese, lejos de perjudicar a la comunidad, serviría para su mejor desarrollo. Su confesor le prohibió, en principio, hacer valer el permiso obtenido. Por sus insistentes súplicas, al fin le permitió manifestar y hacer efectiva la dispensa obtenida. Un año desempeñó el oficio. De su priorato las hermanas destacaban su humildad y capacidad de ganar las voluntades por su cercanía a cada hermana, sobre todo en situaciones de necesidad, bien por enfermedad, bien por pasar momentos de inquietud interior; sabía acompañar, animar y consolar.
Cuando se le permitió dejar su cargo de priora, fue nombrada maestra de novicias, oficio que desempeñó durante los últimos cuatro años de su vida. En este tiempo, su existencia se desarrolló aún con mayor retiro, por vivir con las novicias en la parte del noviciado, separada de la comunidad. Las novicias, tras su muerte, daban testimonio de lo mucho que de ella recibían, más aún que por sus palabras, por el ejemplo de su vida. Fue para ellas una verdadera madre, a la que siempre encontraban del mismo temple, siempre dispuesta a atenderles a la menor insinuación. Estos últimos fueron también los años más cargados de gracias espirituales y de manifestaciones extraordinarias del Cielo. Entre todos destaca la gran revelación y participación que tuvo de la Pasión de nuestro Señor Jesucristo durante la Semana Santa de 1714, un año antes de su muerte. El hábil y perspicaz padre Zevallos le mandó escribir todo lo experimentado, a modo de cuenta de conciencia, con el fin de ser en todo “examinada y corregida”; sabía que aludir a otra motivación iba a suponer mucha inquietud para la humildad de la madre Juana. En estos escritos relata paso a paso todos los hechos de la Pasión, a los que pudo asistir espiritualmente, por especial gracia, siguiendo a nuestro Señor desde el Cenáculo hasta el Calvario.
El relato de estas visiones impacta al lector de todos los tiempos, no tanto porque cuente situaciones desconocidas de la Pasión, aunque también encontramos novedad en la viveza y realismo con que muestra ciertas escenas; su interés radica, más bien, en cómo ella interioriza todos aquellos acontecimientos, la reflexión que ellos motivan, las consecuencias prácticas para su vida; al mismo tiempo que nos comunica las emociones que siente, su locura de amor por Aquel que la amó hasta el extremo. Muchas de estas páginas son auténticos torrentes de exclamaciones amorosas, en las que se llega a cotas pocas veces alcanzadas por los místicos más conocidos.
Agraciada por Dios y combatida por el Maligno, se vio de nuevo visitada por la enfermedad los últimos días de su vida. Sus hermanas confiaban en que, como tantas otras veces, su recuperación no tardaría en darse ¡Cuántas veces la habían visto peor! Sin embargo ella llamó a su confesor, al que le hizo entrega de todos sus apuntes espirituales y de sus instrumentos de penitencia, para evitar que fueran vistos de sus hermanas. Por esos días recibió la visita del obispo diocesano, Monseñor Francisco de Angulo, quien la tenía en gran estima. Para sorpresa del mismo, la madre Juana no sólo le habló de la muerte que ella esperaba inmediata, sino que le avisó de que él también debía prepararse, porque en breve igualmente fallecería, como así ocurrió.
Las religiosas relatan que, durante los últimos días de su vida, cuando se acercaban a su cama sentían estar muy cerca del Cielo. Se daban con frecuencia ausencias de la enferma por los éxtasis en que entraba; sin embargo, hubo uno muy especial, a partir del cual, como decían sus hermanas: volvió más del Cielo que de la tierra. Poco después, el 11 de noviembre de 1715, con gran suavidad, casi sin que las hermanas que la rodeaban se percataran, discreta como había tratado de vivir, a la edad de 43 años, marchó su espíritu al encuentro del que tantas veces había invocado como Dios incomprensible, amabilísimo y eterno, omnipotente, inmenso, verdadero, santo, sabio, justo, poderoso, suave, fuerte, misericordioso, todo deleitable y perfectísimo; mi bien, consuelo, aliento, mi esperanza y fortaleza, mi alimento, vida, gloria, el imán suavísimo de mi corazón y la vida dulcísima de mi alma; Amado mío, dueño de mi alma, aliento de mi corazón, alivio de mis dolores, fortaleza de mis penas, dilatación de mi esperanza, consuelo de mis congojas, cumplimiento de mis deseos, posesión amabilísima de mis ansias…
Recientemente Benedicto XVI afirmaba al hablar de Hildegarda de Bingen y de sus visiones sobre la historia de la salvación: Vemos cómo también la teología puede recibir una contribución peculiar de las mujeres, porque son capaces de hablar de Dios y de los misterios de la fe con su inteligencia y sensibilidad propias. Aliento por este motivo a todas aquellas que desempeñan este servicio a realizarlo con profundo espíritu eclesial, alimentando la propia reflexión con la oración y teniendo en cuenta la gran riqueza, aún en parte inexplorada, de la tradición mística medieval, sobre todo la representada por modelos luminosos, como –podemos decir en nuestro caso- la madre Juana de la Encarnación.