Mariana de San Simeón (1571-1631) María Ana, nació en Denia (Alicante) el 3 de noviembre de 1571. Su padre, Conrado Simeón, era marinero y comerciante, su madre se llamaba Ana Jerónima Fuster. Ambos se habían casado el 24 de febrero de 1569 y María Ana fue su primogénita, fue bautizada el 24 de noviembre del 1571. Gozaban de una buena posición social y eran fervientes cristianos, educaron con esmero a la pequeña, que fue hija única, dado que otra niña que vino después murió a los pocos años.

Desde pequeña despertó en ella con prontitud, tanto la inteligencia como la inclinación a la piedad. De bien niña prefería la compañía de los mayores a la de las niñas de su edad, por lo que no en pocas ocasiones se la tachaba de soberbia por esta actuación. Hábil para aprender a leer y escribir, destacó sobre todo en lo que tocaba a contabilidad, cosa que repercutió en la economía familiar al encargarse ella bien pronto de las cuentas de su padre. Destacaba también, en su juventud, por su carácter compasivo con los pobres; en una ocasión se determinó a ir a servir a pobres enfermas del hospital de Valencia, pero la oposición de sus padres se lo impidió.

A los 12 años pierde a su madre, este doloroso trance le dejó más libre para ocuparse en los ejercicios de piedad y entregarse con más generosidad, una vez desocupada de las obligaciones de la casa, a largas horas de oración. A los 14 años hizo voto de castidad. A esta edad la disciplina de su vida era ya admirable, dormía 4 horas y madrugaba para dedicarse a la oración, luego atendía a que la servidumbre ocupara sus puestos de trabajo y, tras asistir a la eucaristía, iniciaba su jornada de trabajo manual, hábil como era para toda clase de labores. Su padre pasaba largas temporadas fuera de casa y ella era quien llevaba el peso de la administración y hacienda. No obstante tanta ocupación, supo mantenerse siempre en una creciente presencia de Dios. A los 14 años ya tiene experiencias místicas que la sumen en éxtasis y la dotan de dones sobrenaturales.

El Señor iba manifestando su predilección por Mariana, favoreciéndola de modo extraordinario; uno de los dones fue el entender con toda claridad el latín, pudiendo rezar perfectamente el oficio y entender las Escrituras. En un principio el confesor le mandó resistir este don, de modo que cuando se daba en la iglesia, ella, incluso se salía, quejándose a Dios de que se le manifestase como no era del agrado del confesor, pero éste cambió de parecer, y pudo aprovecharse no poco de este don. Fue siempre muy obediente al confesor, el cual iba poniendo freno a todos los fervores de Mariana que rayaran el exceso, así acotaba su tiempo de oración y sus muchas disciplinas, cilicios y ayunos a los que se entregaba con no pequeña generosidad.

Aconsejado por la hija, Conrado, tras unos años de viudez, contrajo matrimonio con Catalina Meller, mujer de costumbres santas con la que Mariana trabó una gran amistad, tratándola y queriéndola como a madre.

También el padre pensó en la boda de la hija y sin decirle nada a ella concertó el enlace con un joven de Ragusa. Notificada la nueva a Mariana esta le hizo saber cuán lejos estaba su propósito de ello y cómo tenía hecho voto de virginidad. No se desengañó Conrado, ni el pretendiente, que se dispuso a personarse lo antes posible para llevar adelante el enlace, pero una grave enfermedad se lo impidió de momento. Recuperado volvió a preparar el viaje, pero de nuevo fue impedido por la enfermedad, y así por tres veces. Conrado seguía inmutable en su intento, a pesar de todas las dificultades, a las que se añadió una de gran alcance: el ser capturado por los turcos en uno de sus viajes, para cuyo rescate hubo que dar gran parte de su hacienda, la que formaba buena parte de la dote de Mariana, sin embargo, liberado, siguió impertérrito en su propósito, a pesar de que la hija le aseguraba: Mire que no se debe servir el Señor de este casamiento. Al poco tiempo de su liberación, ausente de casa, enfermó y murió cristianamente. Mariana, libre de lo que era el mayor compromiso para este matrimonio, escribió al pretendiente haciéndole saber su voluntad. Este, impresionado por su argumentación decidió, él también, consagrarse a Dios haciéndose religioso. Mariana, que contaba entonces 20 años, hizo una liquidación de todos sus bienes a favor de los pobres y con Catalina Meller hizo vida retirada en su misma casa, viviendo del trabajo de sus manos.

Empezando a desear la vida religiosa, tuvo noticia de la fundación que san Juan de Rivera estaba llevando a cabo con las agustinas descalzas y del nuevo monasterio que se iba a poner en marcha en el mismo Denia. Esto sucedía el 25 de enero de 1604 y Mariana fue una de las 6 primeras aspirantes que se unió al grupo de las fundadoras, el mismo día de la inauguración del monasterio. Catalina Meller siguió el ejemplo de Mariana ingresando al año siguiente, tras un año en el mismo no fue admitida a la profesión, por lo que se juzgó “motivos de enfermedad”. A Catalina Meller, mujer de alta vida de oración, le fueron dados los estigmas en pies y manos, sin poder disimular las llagas, que las religiosas trataban de curar como enfermedad, llegando con las curas a dejarla impedida de manos. Mariana que, en un principio, no fue favorable a su ingreso, en todos estos incidentes y conocedora de la naturaleza del fenómeno no deseaba la salida de Catalina. Todo ello le ocasionó no poca hostilidad en la comunidad y el dolor de ver salir y permanecer enferma y sin su compañía a la que había sido su segunda madre por espacio de 15 años. Catalina, salida y vuelta a su vida retirada, murió al año siguiente con gran fama de santidad.

En sus primeros años Mariana se dio gran maña para ocultar sus dotes, tanto humanas como espirituales, tratando de pasar desapercibida a sus mismas hermanas, lo cual en buena medida lo consiguió, no obstante llevar una vida mucho más austera que en su propia casa, ya en lo tocante a una mayor privación del sueño y la comida, ya en una entrega aún mayor a la oración. Su vida mística en estos años realizó no pequeños progresos, de hecho, a finales de la cuaresma del año 1607, con una gracia especial de oración, el Señor la llamó por su nombre al tiempo que le daba un profundo conocimiento de sí y sus pecados, preparándola para la gracia que experimentó la víspera de S. Miguel Arcángel, donde en un alto éxtasis se realizó el intercambio de corazones de Mariana y Jesucristo. Todo esto la llevaba a vivir con un recogimiento que en ocasiones no podía evitar ni en los recreos comunitarios, y que a vista de las hermanas era tomado a tontería o cortedad. Un botón de muestra de las ausencias que le provocaba su estado lo vemos con relación a la posible nueva fundación en Almansa que, durante algún tiempo, era comentario frecuente en los recreos. En una ocasión, al oír Almansa, sor Mariana preguntó con sencillez ¿qué es Almansa?…

El patriarca Juan de Rivera era quien llevaba a cabo la nueva fundación en Almansa (Cartagena) e informado por los visitadores de la comunidad que, al contrario que las religiosas, sí se daban cuenta de las prendas de Mariana, con sorpresa de la comunidad, eligió a ésta para que desempeñase el cargo de priora y fundadora de la nueva casa. Fue tal la contrariedad que esto ocasionó dentro y fuera de la comunidad, que tuvo que salir de la comunidad, el grupo de fundadoras, figurando otra hermana como superiora, y realizándose el cambio una vez llegadas al lugar. Como tal permanecerá durante 22 años, hasta su muerte.

A Almansa llegó el 6 de enero de 1606, con las otras tres religiosas de Denia designadas, uniéndoseles tres jóvenes del lugar. M. Mariana no tuvo fácil el inicio por carecer la comunidad de lo necesario. Ella, con su habilidad natural, sin haberlo visto nunca, se las ingenió en el arte de beneficiar la lana, puliéndola, hilándola y cardándola. Sacó arte la comunidad en ello y aparte de vestirse todas de sus propias manos, disponían para vivir del trabajo de sus manos e incluso poder atender las necesidades de los pobres.

Dos medidas adoptó con decisión en lo que tocaba a las nuevas candidatas: que fuera patente su buena vocación y que ingresaran con la dote conveniente. Junto a esto trató de afincar con fuerza la observancia en la comunidad naciente y desbordando los muros del monasterio, con el deseo de favorecer la vida cristiana del lugar, y en especial la del clero, procuró que los padres de la Compañía de Jesús diesen misiones en Almansa. Pronto se vio el beneficio y empezó a destacar entre el clero local D. Lázaro Ochoa que no tardando vino a ser el director espiritual de M. Mariana. El encuentro de ambos, a sólo dos años de iniciada la fundación, fue singular para D. Lázaro, el cual sin haber visto nunca a M. Mariana escuchó atónito de sus labios no pocos pormenores de su vida pasada y anuncios de lo que en adelante le iba a ocurrir. A su vez él, que padecía enfermedades de estómago y cabeza, de gravedad considerable, sintió cómo al despedirse de M. Mariana las molestias le desaparecían al momento sin volver en adelante.

Fue una de las notas dominantes en la vida de M. Mariana, el don de ciencia y discernimiento de espíritus de las personas que trataba, en especial sus hermanas de comunidad y sacerdotes que se comunicaban con ella. En lo tocante a dones extraordinarios también cabe señalar el don de comunicación de espíritu con algunas personas y en especial con su director, pudiendo escuchar éste la voz de M. Mariana de forma clara y distinta, a pesar de estar a kilómetros de distancia, comunicación que duró por más de 20 años, hasta la muerte de M. Mariana. Por todas estas gracias, lejos de envanecerse, M. Mariana se sentía más obligada con Dios nuestro Señor, de ahí que muy pronto se decidió a realizar el voto de ejecutar en todo, aquello que entendiera ser lo más perfecto, de la fidelidad del cumplimiento del voto habla el hecho de que nunca sintió el menor escrúpulo de conciencia de faltar a él en lo más mínimo.

Un testimonio de excepción en su favor lo tenemos también en el P. Jerónimo Gracián, al que san Juan de Rivera había nombrado visitador de sus monasterios de agustinas descalzas. Él, tan acostumbrado a tratar con santa Teresa de Jesús, le decía al Patriarca que cuando veía a madre Mariana de S. Simeón le parecía ver otra santa Teresa.

Era grande su devoción eucarística, de hecho los dos monasterios fundados por ella (Almansa y Murcia) los denominó Corpus Cristi. Esta solemnidad era celebrada de un modo muy especial. En lo tocante a este sacramento, el Señor la favoreció con gracias especiales de entendimiento, tanto del misterio como de la captación de la Presencia; ejemplo de ello es el hecho que se dio cuando el inquisidor, D. Martín García de Cisneros, al dar por concluida la celebración eucarística, fue avisado por la M. Mariana, para que revisara el copón por estar aún allí presente el Señor, siguiendo las indicaciones de la madre encontró tres pequeñas partículas.

También su meditación sobre la pasión era muy singular, de ella queda escrito la oración que el martes santo de 1608 dirigía por escrito al Señor: Me des algo a sentir de esos trabajos y muerte que por mi quisiste sentir, para que esté mi alma siempre encendida en amor de padecer algo por ti y padeciéndolo con grande alegría y contento y paz, por amor de ti, y que no sean sólo palabras, lo cual no permitas por quien eres.

  1. Francisco Martínez, obispo diocesano, en 1613 realizó su visita pastoral en Almansa, y fue tal la impresión que se llevó de la comunidad de agustinas descalzas que, por todos los medios, se propuso llevar a cabo una nueva fundación en la capital diocesana, con M. Mariana como priora. El Señor le dio a conocer a M. Mariana que, a pesar de todas las promesas y facilidades expuestas, las dificultades serían muchas en esta fundación, serían trabajos tan grandes cuales no les había padecido en su vida. Lejos de arredrarse por ello se lanzó con brío, animando a todos los que estaban implicados en esta fundación.

Los inconvenientes realmente fueron numerosos: falta de local propio y adecuado, escasez de recursos, multitud de pleitos a que dieron lugar los bienes de la fundadora, por estar grabados de censos y múltiples deudas, y la opinión contraria a la fundación de no pocos, incluso del obispo sucesor de D. Francisco. La fundación se prolongaba, pasados 2 años el obispo fue trasladado a Jaén. Por fin a los 3 años se vencieron todas las dificultades y, con tres hermanas más, salía de Almansa hacia Murcia en unas condiciones pésimas, pues andaba enferma y con gran calentura a pesar de haber sido sangrada cuatro veces. El 21 de febrero de 1616 llegaban a Murcia, pero sin poderse establecer en lo que sería el convento. El 12 de marzo aún seguían fuera de la clausura, el 14 por fin se pudo tomar posesión. Cuatro jóvenes de la localidad tomaron el hábito en este día. Una vez dentro se dio cuenta que la casa no reunía las condiciones, nuevas gestiones y problemas, por fin todo fue solucionado y al año siguiente se disponía de un nuevo local más conforme. Las dificultades económicas seguían, a tal punto que se llegó a pensar y pedir a M. Mariana, incluso poniéndole pleitos, la supresión del monasterio y la marcha a Almansa, pero ella se mantuvo con ánimo firme en que la fundación debía seguir adelante y ante el obispo hizo una memoria exacta de la situación económica del convento y de sus posibilidades, que aunque escasas, permitían seguir, contando con el trabajo de las hermanas y los préstamos de las de Almansa, como así fue.

La comunidad se dedicó al trabajo de la seda, adquiriendo gran habilidad en el telar y fabricando telas que llegaron a ser muy cotizadas, pudiéndose pagar pronto las deudas y vivir sin ellas en lo sucesivo. En estos años de prueba y escasez su confianza ilimitada en Dios se manifestó en no pocas ocasiones; como botón de muestra traemos lo acontecido el año en que la cosecha de trigo apuntaba a fallar. Se les aconsejó que compraran abundante trigo antes que al faltar se encareciese, pero ella, replicó que aún les quedaba trigo de la cosecha anterior y que, como pobres de Dios, irían comprando lo necesario en la medida en que Dios les proveyese de dinero. Las existencias eran para dos meses pero en todo el año no compraron, cada vez que sacaban harina del saco para amasar, ella echaba la bendición al saco y lo mismo les pedía hiciesen algunas hermanas más. Notando el prodigio una de las encargadas del pan le comentó: Madre, ¿qué será que hace mucho tiempo que cernemos del costal de la harina y nunca se acaba? a lo que respondió: Hermanas, tomemos lo que Dios nos da y no nos metamos en más.

Los muchos trabajos y sufrimientos hicieron que enfermara de gravedad, una prolongada y errada cura médica la puso al borde de la muerte, de la que fue liberada milagrosamente. A los pocos años una nueva prueba vino a sumarse, una de las fundadoras, la Madre Luisa de la Cruz, empezó a trastornarse de la cabeza, su conducta era normal en lo exterior, pero con relación a la superiora su actitud de manifiesta ira, desobediencia y bandería fueron un motivo no pequeño de sufrimiento para M. Mariana. A este partidismo se prestó la hermana carnal de M. Luisa, la M. Juana, que también había formado parte del grupo inicial de las fundadoras, ésta, caída del primer fervor, empezó a buscar exenciones impropias e intolerables. El extremo llegó hasta el punto de que un día, M. Luisa, armada con un cuchillo, por la noche, se introdujo en la celda de M. Mariana; por hallarse ésta despierta, en oración, no pudo llevar a cabo su intento, pero venidas a este extremo hubo de dar parte al obispo que mandó un visitador para examinar a las dos hermanas. Declarada la locura de una y la inobservancia de la otra, se puso el remedio conveniente que devolvió la paz a la comunidad.

 En estos primeros años y, a pesar de la escasez, se lanzó a la empresa de construir la iglesia que precisaba el monasterio. En 1623 ésta veía su obra acabada. Dos hechos dieron una nota singular a esta construcción. Caído un operario de uno de los andamios y dado por muerto, los compañeros lo llevaron a presencia de M. Mariana, a la que tenían por santa, confiando que su oración podía devolverle la vida, sólo llegar ante ella el moribundo empezó a recobrar el sentido saliendo por su propio pie. Ella no dejó que se viese en ello más que una deferencia de la misericordia de Dios hacia la comunidad, tratando de desviar la atención de su persona. En otra ocasión, faltando sólo una viga por poner y comprobando que sin quedar ninguna más, ésta no alcanzaba, fueron a M. Mariana para ver qué debían hacer, pero ella insistió en que la que quedaba podría servir, que comprobaran de nuevo si alcanzaba, un poco a disgusto se hizo la prueba que, con asombro de todos, evidenció que en esa ocasión sí llegaba a su medida.

Recién terminada la obra de la Iglesia, una nueva necesidad la solicitaba: la comunidad de Almansa estaba necesitada de una cabeza que la ayudara a remontar la postración en la que se vio a causa de un conjunto de circunstancias: enfermedades, pobreza más extrema ante las obras de la iglesia, falta de una persona capaz para la administración, etc… Allí llegó el 5 de febrero de 1624. Su habilidad para las gestiones económicas en poco tiempo hizo remontar la situación económica del monasterio. La gracia de Dios que, en sus manos sabía manifestarse de manera extraordinaria, le concedió la salud de unas cuantas hermanas ya desahuciadas de los médicos. De nuevo se reorganizó el trabajo comunitario y M. Mariana se empeñó de lleno en las obras de remodelación del convento y construcción de la iglesia. A los siete meses de su llegada todo ello era una realidad consumada. Pero el interés mayor de M. Mariana no era el edificio de piedra, sino el espiritual de ambas comunidades, aún en medio de todos estos trabajos ella para una y otra comunidad escribía puntos de meditación sobre los grandes misterios según el momento litúrgico que se vivía, y terminadas las obras puso gran empeño en que quedase bien fundamentada y regularizada la vida espiritual de las hermanas.

Con la misión cumplida, de nuevo volvía a Murcia, a finales de agosto del mismo 1624. Los años que siguieron se caracterizan por su vigilancia materna sobre las dos comunidades, sobre todo en lo que toca al crecimiento y confirmación de la vida espiritual de las hermanas. Cuidaba de que no les faltasen santos y sabios consejeros y confesores. A ella acudían en todas las dudas las hermanas de Almansa y en especial, las prioras de esta comunidad, requerían su consejo para cualquier gestión que revistiera alguna importancia. Tenía cuidado especial y gran habilidad para hacer que las mismas recreaciones fueran incentivo para las cosas espirituales. Fue verdadera madre solícita.

 Entresacamos, de la mucha correspondencia de estos años, a manera de muestra este breve fragmento de una carta dirigida a la priora y vicaria de Almansa: Siempre en los recreos tratar cosas de espíritu; y miren, madres, que conviene a la honra y gloria del Señor que estén ustedes muy unidas, guardándose un gran respeto la una a la otra, en ausencia y en presencia; si algo tienen que dificultar, sea a sus solas, y como siervas del Señor aconséjense la una a la otra y corríjanse con amor y caridad.

Su estado de salud fue debilitándose cada vez más, de forma notoria. Un fuerte dolor de corazón la redujo al lecho. Ella tuvo noticia de la cercanía de su muerte y los últimos días fueron guiados por ella como una continua preparación y profecía de lo que se acercaba. La víspera pidió levantarse para confesarse y comulgar, tras lo cual estuvo hablando a las religiosas, despidiéndose de ellas y dándoles su bendición. Al día siguiente, muy de madrugada decía a las hermanas: No es mal de durar una hora este, llámenme al Padre que entre. Poco después añadía: el pecho se me ha apretado, y levantando los ojos a lo alto, con suma suavidad se reclinó sobre la religiosa que estaba a su lado y quedó como trasportada, así permaneció, sin poder conocer el momento de su muerte, como ella misma les había profetizado. Esta se dio entre 6 y 7 de la mañana en su monasterio de Murcia, era el 25 de febrero de 1631.